
Saliste enojada, yo (una vez más) no sabía que era mi culpa, te fuiste muy rápido a la parada de la Línea 13, eran las 7 de la tarde, había mucha gente, y él 13 (como tantos otros) nunca viene a tiempo. Resultándome, esa corrupción de tiempo y espera, por única vez, en un beneficio desafiante de encontrar las palabras correctas, para la difícil misión de desenredar tu enojo, antes de que llegue el colectivo…
Es que a veces, el deporte extremo de vivir en Paraguay, no es solo transitar en sus almas navegantes de molinete y timbre por los escombros asfálticos de sus avenidas atascadas, si no también, desafiarme día a día, a acallar los ruidos de mis viajes de calle y mente, para escuchar la simplicidad de tu alma, a través de tu capacidad de enojarte por cosas que nunca me doy cuenta a tiempo.
A veces, me pasan cosas que tenés que darte cuenta sin que diga nada. Me dijiste.
Increpándome a desarrollar esa casi imposible habilidad de quedar con la lámpara encendida de una atención particular, cual base de datos de pecados de palabra, acción u omisión que haya vulnerado tu frágil susceptibilidad a mis acciones.
Entonces, preso en esa necesidad impulsiva, de ver un poco de color, en tan daltónicas palabras de contra-respuestas tuyas, a mis intentos (errantes) de buscar entenderte con la misma “retórica” de siempre, de excusas y halagos estériles, buscando un poco de sol en tu rostro, desentendiéndome de lo nublado y cada vez más oscuro que se ponía, por culpa de mi búsqueda absurda de un diálogo ruidoso con pesada cuenta regresiva que llega a cero, apenas se escuche a lo lejos ese viejo motor, que me avise que el tiempo se me acabó.
- A veces, las palabras no son necesarias, no alcanzan o simplemente están de más. Sentenciaste, derrumbando por completo, la improvisada construcción de mi argumento reparador.
Así, la potencia de tus puntuales palabras, dispararon a todo el ruido que me rodeaba, dejándolo todo en blanco, silencioso, explicando que el tiempo corre y golpea solo si uno lo vaticina en cada ansiosa actitud de llegar, antes que la luz verde se encienda… y el colectivo te lleve de mis esperanzas de calma compartida.

Con el tiempo en pausa, regalándome un interior totalmente blanco, para no dejar que también se llene de gris por dentro, empecé a llenarlo de los vivos y explosivos colores de los primeros días, los “primeros todo” de nuestra historia…
Es que, enamorarse es irse a vivir a un mundo paralelo de tiempo distópico y circunstancias utópicas, con fuentes de felicidad tan simples de brotar, como una sonrisa compartida. Compartir esa estúpida complicidad de alegrarse, de coincidir en la causalidad milagrosa de la existencia.
Al principio, hablábamos poco, pero decíamos mucho, como esos diálogos silenciosos en los colectivos, que veíamos, antes de llegar a nuestro mágico punto de encuentro.
Ese lugar mágico, contigo, nunca fue un lugar fijo, nunca se necesitó una vista de fondo, de comodidades asfixiantes ni de circunstancias excepcionales, porque siempre, esa magia de encontrarse era donde las ruedas nos lleven y los pies nos encuentren.
Bien lo decía Mark Twain, relatando en su más célebre obra, haciendo una adaptación ficticia de las memorias de Adán y Eva, que, a Adán jamás le importo que hayan sido desterrados del paraíso, abandonados en la finita mortalidad, porque en sus propias palabras “para Adán el paraíso es donde estaba Eva”.
De repente, esa pausa volvió correr tras la imagen de él 13 ante mis ojos, ese tiempo que se puso en pausa dentro de mí, pero que nunca dejó de correr, se acabó… Te levantaste, formaste la improvisada fila para abordar el colectivo de tu destino.
No quería que termine así, no, después de los recuerdos que acababa de volver a reproducir… Así fuese por última vez, quería volver a ver tu sonrisa como el más memorable final.
Después de pagar tu pasaje, fuiste directo al fondo como de costumbre, me gustaba creer que hacías eso solo para regalarme un poquito más de tiempo, para verte antes de que el colectivo te aleje de mi vista. Me hizo sonreír por dentro, sonreír el alma, pensar en eso y a la vez, percatarme que el único asiento libre era a tu lado, antes de que él 13 acelere y desaparezca.
Son pocas veces que hay una energía en tu interior, que actúa involuntariamente en tu nombre, esas energías me hicieron abordar el colectivo en movimiento, saltando por su puerta trasera, agarrándome equilibradamente mal de sus barras de acero oxidado y así sentarme a tu lado, sin que nada importe, ni que mi destino se encuentre en sentido contrario a su trayecto, ni que la noche ya haya abrazado las calles a donde se dirige.

No dije nada por un rato, traté de recuperarme del shock de mi propia acción; entendí que si tenía que hablar tendría que ser para entenderte, no para convencerte. Antes de que pueda hilar una primera oración, sentenciaste:
- ¿Qué pensas que haces? ¡No vas a cambiar nada!
- No, ya no quiero cambiar nada, – te respondí – tampoco tratar de entenderte, ni hacerte pensar diferente, ni que hables. Quiero estar sentado a tu lado, como antes, compartir por última vez un diálogo silencioso, que lejos de palabras, te expliquen mi deseo incansable de permanecer a tu lado sin importar cómo me trates, disculpándome de lo todo lo que te haya herido. Porque entiendo que mi felicidad está, en todo lo que me lleve a vos, y voy a ser feliz por el simple hecho de coincidir por mucho más tiempo, en esta existencia con vos.
Solté esas últimas palabras, desde el fondo de donde salen esas palabras que uno lleva atascadas mucho tiempo en el tracto emocional. No creí que te hicieran actuar en el momento lo dicho, pero sí, que con el tiempo pudieras considerarlo. Te quedaste callada, sin decirme nada… nada de palabras.
De repente, tu respiración fue agitándose al mismo compás que el mío, después de estar en todo momento imperceptible, sentí tu necesidad de expresarme algo, me abrazaste, y hundiste tu cara en mi hombro… Podía entender cada palabra de lo que no podías decirme, pero sí expresarme… Sellamos ese diálogo silencioso, con un interminable beso inconsciente de las vistas escandalosas de los pasajeros, indignados y sorprendidos por tan explosiva demostración de amor, en el más incómodo de los lugares… los últimos asientos de un colectivo.
Nos quedamos abrazados, mirando las ventanas, los paisajes no tan recreativos de la ciudad, pero como ese espejo que arroja verdades, nos arrojó la mejor verdad del día, que al despedirnos, no hizo falta preguntar cual, ni si se necesitaban disculpas o se esperaban perdones, ni si fue el final de todo o el comienzo de un todo mejor.
El ruido de las calles se hizo color, la peligrosa noche una canción tranquila y el viaje improvisado, pero compartido, en la mejor oportunidad, de comprender satisfactoriamente la misión imposible de entenderte; así, luego de ir a pagar mi pasaje después de despedirnos, poder darme cuenta que a veces un pasaje en la dirección contraria, puede ser la mejor inversión de tu vida y, gracias a eso, hacer que lo difícil de viajar en colectivo sea… una obra de arte.
